LOS HIJOS DE ANTIOQUIA.

Todos los seres humanos llevamos genéticamente dentro de nuestra naturaleza, el amor por la tierra que nos vio nacer. Un país, una ciudad, una vereda, o aquel barrio, en este mismo orden, hacen parte de ese sentimiento sine qua non que llevamos con poderoso arraigo durante el transcurso de nuestras vidas y que solo prescindimos de él, cuando la parca nos corta las añoranzas y nos llama rendir cuentas. Si vivimos en nuestro pueblo, lo defendemos con arrojo, y si vivimos lejos de él, añoramos regresar como Juan el Indiano, en la zarzuela de Los Gavilanes, rico y poderoso.

Colombia, es un país diverso en regiones, ideologías y costumbres. Santander, tierra de hombres bravos. La Costa norte, alegre y dicharachera. El Valle del Cauca, pintoresco y salsero. Nariño, tradicional y religioso. Los Llanos Orientales, océano de oportunidades, amén de otras joyas coloniales llenas de colorido, y Bogotá, en el centro del país, la metrópoli, cuyo frio cala y donde se genera la mayor parte de la economía.

Sin embargo, entre todas ellas, sobresale Antioquia, la tierra de los paisas de carriel, machete y bandeja paisa. Poseedores de un orgullo que quizás nos falta a muchos otros colombianos. Su población es casi toda de origen judío, procedente de España cuando fueron desalojados y construyeron la composición genesíaca de esta tierra montaraz. Detrás del paisa, siempre hay un hogar, un solar y una tierra que los dimensiona como “echados pa’lante”, y una raza fecunda cuyas mujeres parían hasta dos hijos por año.

El Monumento a la raza antioqueña que se encuentra en Medellín, en el centro administrativo La Alpujarra, cuyos 38 metros de altura apuntan al cielo, narra la historia de un pueblo que plantó una semilla con el único anhelo de alcanzar la cúspide. Lo que no puedo entender, es porqué tantos de esos hijos que se desgarran sus vestiduras por Antioquia, siguen las orientaciones de un personaje que ha sido el mayor depredador de esta tierra de insignes labriegos. Me refiero en concreto a Álvaro Uribe Vélez, el que, siendo director de la Aerocivil, le abrió los cielos a Pablo Escobar y a los Ochoa para que el mundo nos conociera como el país de la coca. Creador de Las Convivir, las semillas del paramilitarismo en Antioquia dirigidas por Santiago Uribe y de la mano del gobernador Álvaro Uribe, en cuya hacienda de entrenaban los sicarios más tenebrosos, como Popeye autor de más de mil asesinatos entre ellos 600 policías. El Bloque Metro formado en la Hacienda Guacharacas de su propiedad, perpetradores de horribles masacres: Yolombó, La Granja y El Aro. Durante su gobierno se ejecutaron a 6402 inocentes para presentarlos como bajas en combate, y la lista es interminable. ¿Cómo estos hijos de Antioquia pueden seguir admirando a quien ha sido un bárbaro que ha puesto su vida entera al servicio del delito y la fechoría, anegando de horror y tragedia a esa tierra prodigiosa paisa ejemplo de superación y dignidad?  Termino esta nota con una cita de la última columna de Cecilia Orozco en el periódico El Espectador, que concluye: “La era Uribe ha arrastrado al país hasta el fondo. Ha logrado sacar lo peor de la gente. Estamos viviendo una situación moral tan lamentable que la decencia en las posturas políticas y la distancia que se tome de los corruptos se juzgan como “tibias” y despreciables”.   

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