El primer Amor

Cuento ganador del primer premio en el XVII Concurso Literario Internacional, “Ayuntamiento de Carcabuey” – Córdoba – España

⸺Pedrito no padece de ninguna enfermedad señora, dijo el doctor haciendo gala de una total seguridad. Las respuestas a las pruebas de nivel de atención y concentración fueron correctas en un 80%, un buen puntaje, y las de laboratorio han salido negativas, agregó blandiendo en su diestra mano unas hojas con los análisis médicos del niño, pasando su otra mano por su mandíbula que encontró nido entre el pulgar y su dedo índice.

La madre de Pedrito, intranquila por el repentino cambio de comportamiento del niño había acudido al médico.  

⸺Mire esa palidez y esas ojeras doctor, no se da cuenta cuando el día se hace noche, como si se pasara las noches en vela. Últimamente, pone su mirada en el cielo y pareciera que persigue las nubes, viaja con ellas, como esperando que le devuelvan algo perdido. Replicó ella y se quedó en silencio mirándolo a los ojos.

⸺Lo que sí he notado, es que se encuentra en un estado de tristeza profunda, un abatimiento que le ha alterado sus funciones psíquicas. 

⸺Ay… doctor, usted ya me está poniendo nerviosa, y ahora que le voy a decir a mi marido, ¿qué Pedrito está loco? Respondió abriendo sus ojos y aplastándose el pelo con las dos manos.

⸺Nooo señora, el niño no está loco, son síntomas atípicos que no encajan en un niño de la edad de Pedrito. Sufre de una melancolía que le ha hecho perder el sentido de su existencia.

⸺En resumidas doctor, que es lo que tiene el niño, ¿o qué? Porfió angustiada mientras dos lagrimones mojaban sus mejillas y se mordía los labios.

⸺Vea señora… si no fuera porque el niño tiene doce años, me atrevería a decirle que lo que lo está atormentando es una pena de amor.

⸺Ay… doctor pero que cosas dice usted, ¿una pena de amor? ¿Pedrito con una pena de amor?

La familia de Pedrito había llegado a Miraflores, un pueblo lejano en la geografía del país, localizado en un vértice de la codillera oriental colombiana, en la que el viento siempre silbaba y el aire frio pellizcaba la cara. Remoto de la civilización central y en el que la tragedia de la guerra había pasado de largo, como arrastrada por ese viento helado que castañeaba los dientes. Escapando de una fatalidad que no les pertenecía, un conflicto ajeno que los cercaba cada día más. Unas fuerzas subversivas que copaban la región e infundían desasosiego, los obligó a dejar abandonados su placentero rancho, sus tres perros, dos gatos, una pareja de loros que se lucían diciendo groserías y una farmacia que había sido la base de su pequeña fortuna, donde se preparaban algunas medicinas, ungüentos, linimentos y un cúmulo de sueños que quedaron arrinconados como botellas vacías, entreverados entre los muchos frascos de fórmulas mágicas, cubiertos de polvo en un cochino entrepaño.

Con los ahorros que tenían, les alcanzó para comprar una casa y sobrevivir hasta que Pedro Alcántara «de profesión boticario» pudo instalar de nuevo su propia botica. Lo primero que hicieron una vez acomodados en la nueva casa, fue buscar la escuela para Pedrito, algo que no les costó mucho trabajo porque no había sino dos, la escuela pública y el Liceo Miraflores, con igual carencia de alumnos y como corría el mes de marzo, Pedrito cayó como pedrada en ojo tuerto. El día de la entrevista con la directora del liceo, su madre se pulió en llevarlo lo mejor presentado posible. Quería que viera en sus ojos grandes y vivarachos esa picardía que a ella le fascinaba.

En una corta entrevista, la directora le hizo un rápido reconocimiento para verificar su nivel académico. Todas las preguntas las contestó sin vacilar, como si fuera un acólito respondiéndole letanías al cura en el altar. Lo notó alegre y parlanchín y sus ojos pillos encontraron nido en su ternura.   

Aquella mañana del lunes, el sol había despuntado con enormes ganas de brillar. Con su uniforme nuevo y bien planchado, la mochila al hombro, después de recorrer las cuatro cuadras que lo separaban de su casa, llegó al liceo de la mano de su madre.

La directora muy solícita ya lo esperaba, después de cruzar unas breves palabras con su madre, se apropió de él y lo condujo al salón de estudio.

⸺Esta es tu nueva profesora, la señorita Juana Belén, dijo y lo plantó enfrente de ella. Pedrito levantó su rostro y la miró. Sintió una sacudida, como si le hubieran privado de toda respiración. Tenía ante sus ojos la mujer más linda que jamás había visto, jovencita, con esa carne prieta virginal que le cerraba las puertas del cielo y le abría las del infierno, y por primera vez en su vida y a tan tierna edad, Pedrito comenzó a distinguir formas y figuras. Un cuerpo como de guitarra flamenca cantaora, y él, que hasta ese día solo había conocido la redondez de la tierra, descubrió la bella curvatura de dos rígidos senos simétricos encubiertos por frágiles encajes que se transparentaban hechiceros bajo una delicada blusa de algodón.   

⸺Bienvenido Pedrito. Dijo ella con dulce voz, que le sonó tan seductora como un canto de sirena, le puso a tiritar el alma y lo dejó espantado de felicidad. ⸺Niños, dijo la señorita Juana Belén, éste es Pedrito su nuevo compañerito. Rodeó su pequeño cuerpo con su brazo, descansó su mano sobre su hombro avecinándolo al de ella, y con los sentidos idos, de repente se encontró aspirando el seductor almizcle que afloraba a la altura de su talle, ocasionándole una tibieza en el cuerpo que desde entonces comenzó a crecer hasta convertirse en zarza ardiente.  Sin querer salirse de aquel abrazo mágico se dejó guiar hasta un escritorio de la segunda fila. ⸺Este seré tu pupitre de hoy en adelante. Dijo ella.

No se sentó. Se dejó caer, mientras miraba fascinado su cadera rítmica y unos muslos macizos que marcaban paso firme hacia el centro del salón. Sentía como un antojo que le daba pellizcos por todo el cuerpo.

⸺Ha notado usted señora, ¿si Pedrito ha recibido últimamente una impresión muy fuerte? ¿Algo que le haya podido causar un trauma?

⸺¿Un trauma? Noooo doctor, para nada… pero ahora que usted lo menciona, si he notado que desde que se inició en el Liceo Miraflores se volvió muy distraído. Se tarda horas haciendo una tarea y anda con la mirada perdida como si estuviera mirando mariposas. Ni ve, ni oye, ni entiende.

 

 ⸺Puede ser que alguna compañerita lo haya trastornado y de ser así, se le pasará muy pronto.   Ya sabe usted como son los amores de los niños. Una miradita aquí y otra allá. Hoy sí, mañana no. Repuso con una sonrisa como si vendiese dentífrico puerta a puerta.

⸺Pero que puede saber el niño del amor si tiene doce años doctor. ¿No será que más bien tiene metido uno de esos espíritus malignos?  Yo he oído decir que esos espíritus se meten en el cuerpo y absorben la energía de las personas, y viéndolo bien doctor, Pedrito anda como sonámbulo todo el tiempo. Usted le habla y es como hablarle a una vaca doctor, que lo mira y lo mira a uno sin parpadear y sin entender.

 

⸺Con todo respeto señora, los médicos descartamos la existencia de espíritus. No se preocupe, Pedrito está bien, solo hay que darle unos días y ya verá como todo se arregla, el tiempo es sabio y pone las cosas en su sitio. Concluyó breve el galeno.    

Pedrito, enamorado como un becerro escuchaba la voz de su maestra tan infalible como un reloj de arena, como una delicada romanza, tierna y sensible. No apartaba la mirada de ella, era como si la señorita Juana Belén se hubiera convertido en un sol radiante y él, en un girasol que con desespero la seguía por toda la clase ansiando embeberse de toda su luz, para que no le faltara vida para verla al día siguiente. Ella, azorada, advertía esa lucecita huidiza que asomaba en sus ojos con deseo incontenible y la manera serena como se frotaba las manos. Adivinó que Pedrito se estaba muriendo de amor. De un amor tan limpio como el hielo. Un día, exhortado talvez por el ángel Gabriel, o por el ángel Caído, lo pilló ella de lado, cuando hablaba de tal o cual cosa, con sus ojos color miel achicados, como esforzándose en ver más allá, concentrado como cuando un actor va a salir a escena, mirando hacía su gruta como si tuviera tortícolis y le lanzó una mirada capaz de partir un limón por la mitad. Él, encendido por la fiebre del amor, ante la excitación de lo prohibido se ruborizó con sorna, como si hubiera sido atrapado en una mentira.

Para Pedrito, era igual Bolívar que Santander. Cauca que Magdalena. Suma que resta. Solo distinguía por pares: esos ojos, esos senos, esas nalgas.

Un viernes, finalizando la jornada semanal le dijo:

⸺Pedrito, hoy, después de clase se queda porque vamos a repasar las matemáticas. Sintió que su corriente sanguínea se desbocaba por sus arterias. Su corazón de repente apresuró su marcha encabritada por una descarga de adrenalina, fulminando cualquier intento por sofocar ese pebetero que ardía de amor en él y que amagaba con desbordarlo.

Terminada la jornada quedaron los dos solos en el salón. Ella en su escritorio, él en su pupitre. Así estuvieron por casi diez minutos, mientras ella terminaba de calificar las pruebas, y él, divagando, tratando de discernir ese revoltijo de incógnitas que atesoraba en su cerebro. Lo llamó. 

⸺Ven Pedrito, acércate. Y como tocado por un rayo lascivo, su sexo cobró vida.

Él, vulnerable como un sietemesino obediente se paró a su lado. Ella lo acercó aún más. Pudo sentirla y olerla. Si en ese momento le hubiesen clavado mil agujas en el cuerpo no las habría sentido. Desabrochando su blusa tomó su mano y la puso sobre su seno.

⸺¿Es esto lo quieres tocar?

Y el alma se le volvió suspiro. Y sintió que aquel seno le quemaba la mano como una brasa ardiente y un remolino que se iniciaba en la base de su espina dorsal lo engullía cuando ella tomó su otra mano y la llevó a su entrepierna.  Pedrito entornó sus ojos con devoción, como si estuviera recibiendo la oblea blanca que el cura depositaba en su lengua en la misa dominical. Ella, con su respiración acelerada irreflexivamente dominante, él, con el corazón galopante instintivamente sumiso. Y a esa edad en la que el pudor es una alucinación, recorrieron la vereda completa hasta llegar al refugio. Pedrito descubrió el secreto de la existencia y entendió por fin el significado de la palabra, polvo, que tanto había escuchado de sus mayores sin descifrar y se sintió hombre. Había terminado una vigilia que perturbó su sueño desde que conoció a la señorita Juana Belén.  

Cuando abandonó la escuela, las colinas devoraban irremisiblemente los últimos rayos del sol, la luz comenzaba a teñirse de gris, el paisaje ensombrecía y el canto de las tórtolas en la espesura lo llenaba de bravura. Llegó a su casa radiante, con mucho tronío, convertido en todo un varón, acompañando armonioso el canto de los grillos y el croar de los sapos.

El fin de semana se le hizo eterno, como si las manecillas del reloj, en vez de avanzar, retrocedieran. Fueron dos días en los que la ausencia de su profesora lo llenaron de añoranzas. Fueron dos días que le parecieron tres. Como cuando viajas en un avión rumbo al este y pierdes un día y una noche completa. Volvió a hablar, a oír, a entender que la felicidad también se agasaja con llanto. Miles de imágenes llegaban a sus sentidos cual saetas encendidas, germinadas como de un libro abierto, que le revelaban un nuevo clarear; el amor. Ese único y maravilloso sentimiento para el que no existen edades, impedimentos ni frenos, porque es la esencia que ha puesto a girar este universo.  

El lunes despertó bien de madrugada, armado de coraje, con voz cantarina, su ego suficientemente agitado como para sosegar su conciencia. Tomó una ducha, vistió su uniforme, agarró su mochila y como semental bizarro roció su cuerpo con la loción de su padre. Caminó erguido y vanidoso las cuatro cuadras que separaban su casa del liceo. Llegó y notó algunos corrillos en el centro del patio que hablaban en susurros, en voz baja, como si temieran ser oídos. Se aproximó a aquel en el que se encontraban sus compañeros de clase, justo en el momento para escuchar que la señorita Juana Belén, se había fugado para la capital con su novio.

Aeropuerto

Cuento ganador del Primer Premio en el XIII concurso literario internacional

 del grupo Palabras de la ciudad de Sydney

Para ser una persona que había dejado atrás sus años mozos, Eduardo, hijo único, aún estaba en la flor de la vida. Poco garboso y en apariencia desmadejado, con una mata de pelo de rizos negros salpicados de algunas hebras plateadas y gafas de montura redonda, dos círculos perfectos tras los cuales se vislumbraba un par de ojos de gato listo. 

Contrajo nupcias poco tiempo después de haber terminado la universidad, con una muchacha en cuyo vientre se albergaron dos hermosos retoños y que su madre había elegido entre las hijas en estado de merecer de su amistades, temerosa de que su angelito no tuviera los arrestos de conquistar su propia faraona. Con tan mala fortuna que la mojigata resultó regañona, mandona y de pocas aspiraciones. Eso sí, para qué negarlo, era como un melocotón en almíbar. Sus atributos sexuales saltaban a la vista. Dos tetas, ¡Jesús, María y José, qué tetas! parecían dos carabelas y con un trasero que quitaba el aliento, hicieron del pobre Eduardo, el más perseverante y abnegado de los maridos. 

Entre los vaivenes de las primeras que parecían soportadas por aceitados goznes y el armonioso ritmo de su imponente trasero, el parsimonioso hombre descarrilaba su vida guardando juventud para la vejez y desgranando avemarías para ganar indulgencias que más tarde redimía enfermo de amor, entre los linos de las sábanas y la voraz calentura de su mujer.  


La mansedumbre que solía manifestar en el hogar, en el que conservaba todos sus sueños incumplidos e intactos porque nunca sabía cuándo le iban a hacer falta, contrastaba con su indómito y dicharachero temperamento en la oficina. Allí, su personalidad se desdoblaba, era una castañuela, conversador ameno y bromista de primer orden. Tanto, que si llegara a sufrir un ataque al corazón, ni echando babaza por la boca le creerían para correr a auxiliarlo y con sus compañeros igual o más bromistas que él, conformaban un equipo terrorífico.


En una ocasión, él y sus tres compañeros salieron a almorzar a un restaurante cercano que anunciaba con bombo y platillo el mejor sancocho de pescado de la ciudad. Los atendió una hermosa joven, ─de esas por la que uno es capaz de tragarse un ladrillo si fuese necesario─, que unos minutos más tarde, regresó arrastrando un pequeño carrito con los cuatro platos. El sancocho de pescado tiene la particularidad, de que la capa de grasa que cubre la superficie evita que salga el humo por más caliente que se encuentre, es mansito en su apariencia exterior, pero borbotea como lava en su interior. 

Cuando la chica se retiró seguida por la mirada de tres de ellos, Eduardo, que ya tenía en mente la picardía, hizo la mención de tomarse la primera cucharada de caldo e inmediatamente le gritó a la muchacha ─¡Señorita este caldo está frio, helado como beso de boba! Los otros tres compadres risueños por los chascarrillos que hacían de la muchacha, mandaron la cuchara al caldo y se la llevaron a la boca. La quemada fue tal, que los labios se les pusieron blancos y nuestro personaje tuvo que huir para para amparar las joyas nobles de la familia.  



 

 

 

 

─Para qué se va tan temprano si el avión sale hasta dentro de tres horas. Le cantaleteaba su mujer. ─Va para Medellín, no para Rusia─. Porfiaba.
─Mi amor, sabes que detesto llegar de carrera al aeropuerto. Me gusta ser unos de los primeros en abordar. En ese instante se escuchó el pito del taxi. Tomó su equipaje de mano, le dio un beso a su mujer con religiosa apretada de nalga y ya subiendo al auto exclamó: dale un beso a los niños.

La empresa lo enviaba a la sucursal de Medellín por un par de días ─como cada tres meses sucedía─ a practicar una auditoría. Llegó al Puente Aéreo, se dirigió al mostrador de Avianca, hizo los trámites, conversó graciosamente con la empleada y como aún no llamaban a abordar, en el entretanto, se paseó carreteando su pequeña valija fisgoneando por entre los almacenes. 

Compró el diario, una revista, una caja de chicles y continuó su paseo rutinario. Enclavada a una columna vio una báscula con un aviso llamativo «Controle su peso y conozca su Fortuna». Curioso se subió y deslizó la moneda por la ranura. La romana se iluminó, emitió un festivo tilín tilín y arrojó un tiquete. Eduardo lo tomó, lo leyó y se quedó con la boca abierta. Decía: «Usted pesa 79 kilos, se llama Eduardo Carvajal, es casado, tiene dos hijos, viaja para Medellín y tendrá un día maravilloso». No podía creerlo. Cómo… la máquina… hasta que cayó en cuenta. ¡Claro! Sus amigotes le estaban jugando una de sus bromas. Debían de estar agazapados en algún lugar observándolo y muertos de la risa. Ahora veía claro porqué se habían excusado de acompañarlo al aeropuerto. Pero no les iba a dar gusto. Los iba a descubrir. Por ningún motivo iba a convertirse en el hazmerreír de ellos. 

Recorrió lentamente el extenso y amplio pasillo, tranquilo, como un egipcio. Mirando, escudriñando, fisgoneando, en cada puerta, rincón, esquina, ventana. Encontró a mitad del largo corredor otra báscula similar y repitió la operación. El resultado fue idéntico: «Usted pesa 79 kilos, se llama Eduardo Carvajal, es casado, tiene dos hijos, viaja para Medellín y tendrá un día maravilloso». ¡Desgraciados! Su ira fue aumentando. Cómo se estarían burlando de él, pensó, si los llegase a agarrar los dejaría sin huevos. Continuó más lentamente su marcha, agudizando su mirada, sus oídos, su olfato. Estaba paranoico, delirante. Inspeccionaba los baños públicos sin resultados. Su frustración in crescendo lo golpeaba como si estuviera bajo una tormenta de granizo.  

Llegó por fin al otro extremo empecinado en encontrarlos, pero no halló ni rastro de sus compañeros. Detuvo su mirada en una tercera balanza gemela. Subió, introdujo con rabia la moneda por la rendija, de nuevo se iluminó, el tilín tilín lo fastidió y el tiquete se deslizó reposando en la pequeña bandeja. Lo tomó y lo leyó. Se puso lívido, parecía que se le hubieran bebido la sangre. Su rictus se contrajo, como si hubiera recibido un gancho directo a la mandíbula y apretó los puños. La papeleta rezaba: «Usted pesa 79 kilos, se llama Eduardo Carvajal, es casado, tiene dos hijos y viajaba para Medellín porque por imbécil lo acaba de dejar el avión.  

Don Rafael se enloqueció

Cuento ganador del primer premio en el XII concurso literario internacional del grupo Palabras de la ciudad de Sydney

Apareció de un momento a otro, como salido de la nada. Tomó asiento en el mismo banco en el que Rafael solía hacerlo a diario. Lo saludó – Hola Rafael. El anciano giró con pereza su cabeza y se encontró con el rostro de un hombre de cara amena y luenga barba. Respondió al saludo por cortesía. -¿Me conoces? Preguntó.

-Sí, te conozco desde hace mucho tiempo pero solo hasta hoy te veo.

-A mi me sucede lo contrario. Mucha gente me ha visto pero nadie me conoce. Vivo mi tragedia atado a este cuerpo que aún conserva el calor frio del amor ido.

-Cuéntame tu historia Rafael, no importa cuán larga sea, tengo todo el tiempo del mundo. La calidez y dulzura de aquella voz, inspiraron en el anciano un sentimiento de confianza que lo despojó de todo recelo. Lo observó por un par de segundos; se reacomodó, afianzó su espalda contra el banco, se sacudió la tristeza y comenzó su relato.

– Hace doce años que la conocí en este mismo parque florido. Ella compraba un helado de vainilla, yo, uno de chocolate. Nos miramos y el vaho del amor nos cubrió como santa aureola. Llegó fulminante, floreciendo, soltando polen. En un instante nos había turbado el alma. Ella me acarició con su mirada y yo empecé a tocarla con la mía. Nos sentamos en este mismo banco que por veintiocho días se convirtió en acólito silencioso de nuestro amor. 

Aquí venía a esperarla todos los días y bajo la dulce caricia del sol y la romántica luz de la luna platicábamos de nuestro amor. Aprendimos a identificar el aroma de las flores; la dulzura de los jazmines y el acerbo de las margaritas, el toque adormecedor de las gardenias y el encanto venenoso de las orquídeas. Llegamos a descubrir el amor a una edad en que las ilusiones y las pasiones ya serenas reposaban y nos regodeábamos de nosotros mismos. Estas, nos invadieron con bríos de adolescente y aquellas nos coparon con tibio aliento. Como dos críos durante veintiocho días nos reconciliamos con la vida. Surgieron los planes y las promesas. Como en primavera, nuestro amor florecía cada día con mayor intensidad. Eran capullos en flor que con el alma despuntábamos cada mañana y cerrábamos con poemas al atardecer.

– Pero amores del alma, así, no existen Rafael.

– ¡Qué sabe usted del amor! Mire toda esta gente que pasa en frente de nosotros oliendo a colonias baratas, a naftalina, como nos miran, se ríen, se burlan. Ellos ignoran que hace doce años se me murió el alma.

– El alma como dijo un filósofo Rafael, no solo no es inmortal, sino que es más mortal que el cuerpo.

– Por eso este banco en el que me siento todos los días a esperarla, se ha convertido en un panteón en el que me acostumbrado a vivir. Aún tengo diáfanos los recuerdos de aquel último día en que conjugamos el amor y la pasión en un solo verbo en tiempo presente.

-Estaba radiante, parecía una emperatriz. A pesar de sus años, su piel olía a los frutos de la tierra y aún conservaba la frescura del amanecer y la lozanía de la porcelana.

Le fui quitando una a una sus prendas con paciencia de monje medieval. Ella se sumergió en mi alma, yo, en su cuerpo. 

Ella se apropió de mi corazón, yo, de su conciencia. Me adueñé de sus labios de grana, de sus pechos amables, de su relente sexo y en ellos fui abandonando gota a gota mi vida entera.

-Hicimos el amor con una ternura lenta y nueva, como un par de abuelos. Era como si danzáramos al ritmo de una melodía celestial que estaba regando nuestra encarnación con agua bendita. Ella recibía mis besos y mis caricias con pasión desenfrenada y con ellos lacraba la promesa de adorarla por el resto de mi existencia. La embestí con fuerza produciéndole un dolor que la colmó de infinito placer y nos abandonamos en un vaivén sosegado que nos fue abriendo el camino de una gloria, que como latigazos cayó sobre nosotros dejándonos fundidos en un solo cuerpo doble.

-Nos despedimos aquella tarde entre juramentos y promesas. Levitaba cuando la vi alejarse y su vestido ondulaba como una sábana al viento; pero jamás regresó.

-Desde entonces por doce años, he venido todos los días a esperarla en este mismo banco. He olvidado el calendario de mi vida, pero he contado una a una las vueltas de la luna que se han ido en caravanas y he aprendido a consolarme con el aroma de las flores que mantienen vivo su recuerdo.

-Rafael, aquel mismo día en que ustedes se despidieron, ella murió. Sintió que el cielo se le desplomaba. Un frio excesivo le erizó la piel y su cuerpo convulsionó, se aflojó y dos lánguidas lágrimas nublaron sus ojos y enturbiaron su corazón.

-¿Cómo lo sabes? Preguntó. Estuve ese día con ella Rafael, así como lo estoy hoy contigo.

-¿Sufrió? Volvió a preguntar tras una larga pausa.

-Murió sin entender Rafael. Murió sin siquiera saber que se moría.

-No debí permitirle que se hubiera marchado sin mí.

-La muerte no la puedes evitar y no es tan mala como la pintan Rafael. Con ella, el rico y el pobre, el bueno y el malo descansan.

-Como vasallo a su señor, la aguardaré sumiso en este mismo banco hasta que venga por mí y me arrastre a su plácido habitáculo. El hombre de cara amena y luenga barba se acercó y lo abrazó con ternura.

-El sol ha salido huyendo de la luna Rafael; ya es hora de marcharnos. Como candil que se apaga, el anciano fue desgonzando lentamente su cabeza y cerrando los ojos emprendió su viaje final. Iba camino de encontrarla. A su alrededor, la gente, que a fuerza de verlo todos los días lo conocía, murmuraba: don Rafael se enloqueció, estuvo todo el día sentado en este banco llorando y hablando solo.